Performance
duracional de Santiago Cao, con colaboración de Patricia Arria.
Sábado 6 de
agosto de 2011, desde las 10 hs. hasta las 18 hs.
En el
contexto de la Bienal Internacional de Arte de Bucaramanga,
Museo de Arte
Moderno de Bucaramanga, Colombia.
Agradecimientos
especiales a Jorge Torres González, Carlos Acosta, UNAB, Nerith Yamile
Manrique, Patricia Arria, Milton Afanador, Cesar Rojas y Diana Martínez.
Registros
fotográficos por Reynaldo Correa Díaz, Nerith Yamile Manrique, Milton Afanador,
Cesar Rojas y Mare Velasquez.
Registro Narrativo: Por versão em português, siga o link: http://santiagocao.metzonimia.com/parte-pt Cuando me propusieron participar de la Bienal Internacional de Arte de Bucaramanga me vi frente a un gran dilema personal. Por un lado, implicaba accionar para el circuito legitimador del arte, corriendo el riesgo de convertir la acción en un espectáculo que anulase toda posibilidad de generar reflexiones. Pero, por otra parte, accionar dentro de un museo implicaba la posibilidad de insertar una pregunta dentro del espacio de las respuestas dadas. Una mancha en plena asepsia del Cubo Blanco. Y como toda mancha… inquietante. Tentadora esta posibilidad de movilizar, de correr al espectador del lugar de pasividad al que se lo somete y devolverle en pleno rostro su imagen de Ser Contemplativo. Siendo que por lo general museos y galerías consideran la obra de arte como objeto cotizable en el mercado y patrimonio de la institución, dichas entidades procuran -a modo de no perder la inversión realizada- la perdurabilidad casi inmutable de la misma. Opera entonces sobre ella un proceso que podríamos llamar metafóricamente de “momificación” o, en un término mejor ajustado, de “museificación” de la obra de arte. Si la obra en un espacio de museo queda entonces “museificada”, paralizada, distanciada de la gente, ¿que nos resta a nosotros, como performers, artistas que utilizamos nuestro propio cuerpo como soporte de obra? ¿En que se convierte nuestro cuerpo, en tanto obra, en dichos espacios? He pensado también que se dice (y con cierta razón) que los artistas somos artistas las 24 hs del día, pero ni siquiera se nos reconoce como trabajadores del arte. En nuestra disciplina, donde se emplea el cuerpo como soporte de obra, se acostumbra pagar por la obra, pero no por el obrero. De ahí que pensé… ¿Cómo es ser artista/obra/obrero en un museo, en pleno contexto de bienal? Reflexionando sobre ello es que propuse esta performance titulada "HAZTE (P)ARTE" donde, luego de que un médico me enyesara desde el cuello hasta los pies, permanecería 8 hs en acción, o mejor dicho (in)accionando, dentro de la sala 1 del Museo de Arte Moderno de Bucaramanga. Un reloj en la pared marcaría el paso del tiempo desde el minuto 0, tomando como inicio el accionar mismo del médico. Cuando dicho reloj marcase las 8 hs de duración, y habiendo cumplido con mi "jornada laboral", el mismo profesional (re)ingresaría a la sala para liberarme de esta (in)acción permitiendo reincorporarme a la vida diaria de la ciudad, recuperando para mí ese cuerpo que en tanto objeto habría dejado de pertenecerme y que en tanto obrero utilicé para trabajar.
Pero una cosa es la teoría, y otra muy distinta, la práctica.
Las semanas previas a la acción fueron de gran conflicto emocional para mí. Desde niño padezco una leve claustrofobia y el imaginar que tendría que permanecer atrapado dentro del yeso y en completa inmovilidad, me producía un poco de pánico. Al confirmar mi participación en la Bienal no volví a conciliar el sueño de manera tranquila. Noche tras noche me despertaba en medio de pesadillas en donde, de una u otra forma, terminaba siempre inmovilizado. Con el transcurrir de los días el cansancio fue aumentando sin que lograse descansar en paz. No fue hasta que conocí a Patricia Arria –la médica que iría a enyesarme- que pude volver a dormir con tranquilidad. No era la primera vez que me arriesgaba físicamente ni la primera en que sintiera un temor hacia las consecuencias y sin embargo algo nuevo estaba sucediéndome. Noche tras noche mi cuerpo –en tanto soporte de obra– se revelaba a mi mente. Paradójicamente, “el soporte no soportaba”. Mi padre, que es médico y ha ejercido muchos años como traumatólogo y cirujano, me advirtió de los peligros que conllevaba enyesar mi cuerpo desde el cuello hasta los pies. Una gangrena por entorpecimiento de la circulación o una parálisis temporal de los miembros superiores o inferiores eran pronósticos poco alentadores. “Ningún médico en su sano juicio va a querer correr el riesgo de enyesarte –dijo- salvo que además sea un artista y esté tan loco como vos”. Y eso mismo fue lo que sucedió. Inauguraba la Bienal. Era de noche. El museo estaba colmado de personas. Había dado una entrevista para un medio de comunicación sobre la obra que iría a realizar al día siguiente y aun no conseguía el médico que quisiera arriesgarse a enyesarme. - Conozco una artista que también es médica -me dijo una persona- Estaba recién entre los invitados, pero creo que fue a visitar otro de los espacios de exhibición de la Bienal. Salimos en su búsqueda caminando con prisa. Parecía que la distancia se duplicaba a cada paso que dábamos. A los diez minutos llegamos al Centro Colombo Americano y al ingresar casi me choqué con una mujer que iba saliendo. - Es ella- me dijeron- es Patricia Arria. La saludé y nos instalamos a un lado de la puerta. - ¿Qué preferís que te cuente primero, el cómo -lo técnico- o el fundamento conceptual? – fue lo que le pregunté a Patricia cuando nos presentaron. Hubo algo en su risa al contarle la idea que me produjo confianza en ella. Así fue que 12 hs más tarde, entregaba mi cuerpo a una extraña que –extrañamente- se había vuelto familiar para mí. En la mañana del 6 de agosto, activando el reloj digital que colgaba de la pared, dimos inicio a la acción. El proceso de enyesado demoró bastante tiempo. Milton y Cesar, dos muchachos que conocí la noche anterior durante la inauguración, ayudaron a Patricia. Cuando la última capa fue colocada y mi rostro vendado, más de una hora y media había transcurrido. De mi cuerpo solo quedaban expuestas al exterior las manos, los pies, los ojos y la nariz. Milton tomó uno de mis pies y comenzó a masajearlo. “Te va a ayudar a que circule mejor la sangre”- me dijo, mientras algunas otras personas retiraban del lugar los elementos utilizados para enyesarme. Un texto pegado en la pared, a escasa distancia de la camilla, informaba de la situación. Nombre del artista y de la obra, al igual que su conceptualización y descripción del desarrollo, darían las respuestas necesarias para calmar la curiosidad de quienes se acercasen. Buscaba de esta manera convertirme en objeto para la mirada de los demás, y en tanto objeto, crear esa distancia que genera el “respeto” hacia la obra de arte. Respeto basado más en reglamentaciones comunes a los museos que en la empatía con la obra y su discurso. Habiendo terminado el proceso de enyesado, las personas se retiraron. Quedé solo en la sala. O casi solo; obras colgadas en las paredes, compañeras-colegas de exhibición, me acompañaban. De vez en cuando ingresaba algún visitante del museo. Viéndome de lejos, se acercaban solo para leer el cartel en la pared. Observaban el tiempo marcado por el reloj y luego, sin decir palabra alguna, continuaban viendo las demás obras expuestas en la sala. Finalmente se retiraban de manera tan silenciosa como cuando entraron. Estaba tranquilo. Entre el yeso y mi tórax había un espacio libre con lo cual podía respirar sin problema alguno. Solo sentía una gran molestia a la altura de los riñones. Molestia que con el paso de las horas fue aumentando hasta convertirse en dolor. Intenté dormir. Creí haberlo hecho por un buen lapso de tiempo. Al despertar estaba en calma. Pero el deseo de orinar era intenso. Concentré mi vista en un punto en el techo para desviar mi atención hacia él. Intenté convencerme de que solo tenía que soportar las ganas de orinar un poco más. Seguramente habrían pasado ya varias horas. Especulé que, si el proceso de enyesado había demorado una hora y media y mi sueño varias más, quizá hasta hubieran transcurrido cinco horas desde el inicio. Ahhh solo tendría que esperar tres horas más. Tres escasas horas y sería liberado. El reloj colgando en la pared detrás de mí era una gran tentación. Sólo tenía que inclinar la cabeza para confirmar lo supuesto, pero sabía que no debía hacerlo. Varias frases venían a mi cabeza intentando convencerme de esto mismo… “El fin no es llegar a la meta sino vivir el transcurso”, “Quien espera, desespera”, etc. Estar pendiente del tiempo era lo peor que podía hacer y sin embargo… la eterna contradicción. Arqueé el cuello y conseguí dirigir la vista hacia el reloj. 03:01:28 eran los números que mostraba. ¡No lo podía creer! ¿Solo habían transcurrido tres horas desde el inicio? ¿SOLO TRES HORAS? Intenté relajarme. Mi respiración comenzó a acelerarse. Aun tenía que esperar cinco horas. ¿CINCO? ¡Casi el doble de lo transitado hasta ahora! Pensé que no iba a poder lograrlo. Mi cuerpo dejó de sentirse cómodo en ese yeso. El espacio se tornó repentinamente reducido. Me sentí atrapado. Intenté calmarme desgastando energía con los únicos movimientos posibles: abrir y cerrar las manos, estirar y contraer el arco de los pies. Me faltaba la respiración. Comencé a gritar, pero la venda en mi rostro ahogó el sonido del grito. Fuera, en el patio del museo, dos personas hablaban tranquilamente. Escuchaba sus voces, pero ellos no escuchaban mis gritos. Nadie venía en mi auxilio. Estaba sucediendo lo que yo tanto había temido. Y en plena desesperación mi cuerpo comenzó a moverse frenéticamente. Las articulaciones entre los brazos y el torso se quebraron. Lo mismo sucedió con la unión entre las piernas y la cadera. Un último impulso me permitió girar en la camilla cayendo afortunadamente de pié. Me dirigí al baño. Caminaba como podía. Las piernas se movían rígida y lentamente. Las personas presentes en ese momento en el museo quedaron sorprendidas antes esa imagen de una momia en movimiento. Nada me importaba. Seguí hacia mi meta y ya dentro de los sanitarios me las ingenié para orinar. Afortunadamente Patricia había dejado los genitales sin cubrir con yeso evitando que una presión en esa zona pudiera dañarme. Al finalizar regresé a la sala y entre tres personas consiguieron acostarme nuevamente en la camilla. Respiré. Pensé “Si pude caminar, entonces no estoy realmente atrapado. Siendo así, no tengo nada de qué preocuparme”. Solo era cuestión de controlar mi mente y soportar el dolor. Solo controlarme. No dejarme dominar nuevamente por el pánico. Las siguientes horas transcurrieron en medio de un sopor. De a ratos conseguía olvidar mi cuerpo y de ratos el dolor en los riñones me lo recordaba con fuerza. Un hombre que caminaba lentamente se acercó hasta mí. Una de sus piernas era mucho más corta que la otra. Se apoyaba en un bastón al caminar. - ¿Puedo tocar el yeso? –preguntó, y sin esperar respuesta golpeó con los nudillos de sus dedos la coraza que cubría mi torso. - Está muy duro –dijo-. Me miró en silencio y se alejó lentamente. Sabía que él trabajaba en el museo, pero no había intercambiado antes palabra alguna con él. No sé cuánto tiempo habrá transcurrido hasta que volvió a acercarse. Esta vez lo acompañaba Diana Martínez, coordinadora del Museo. Se colocaron uno a cada lado de mi cuerpo. - Yo tuve varios yesos a largo de mi vida a causa de mi enfermedad –comentó- El de más tiempo duró siete meses. Me enyesaron ambas piernas, la cadera y hasta un poco más arriba de la cintura. Un palo unía las piernas y cuando tenía que hacer mis necesidades o precisaban lavarme, me tomaban por ese palo y alzaban mis piernas. Diana y yo lo miramos. El hombre guardó silencio unos instantes. Parecía meditar. Y como si hablara más para sí mismo que para nosotros, dijo: - Pobre! Al menos yo podía mover un poco el torso y los brazos, pero él nada. Me miró en silencio. - ¿Ocho horas va a estar así? –preguntó - Si –respondió Diana - Pobrecito –volvió a decir. No podía creerlo. Aquel hombre que había sufrido una enfermedad infantil que atrofió el crecimiento de una de sus piernas; que había tenido que pasar por varias operaciones y experiencias traumáticas, se estaba apiadando de mí. Yo, que solo tendría que estar ocho horas inmovilizado por una decisión propia, estaba siendo compadecido por aquel hombre que decía haber estado siete meses enyesado en una de las tantas experiencias similares que le tocó vivir sin haberlo pedido. Me conmovió su empatía. El tiempo siguió su curso. No tenía conciencia de cuánto faltaría, pero ni siquiera quería mirar hacia el reloj. Había aprendido de la experiencia. Regresó Patricia. Poco a poco la sala se fue llenando de personas que ya no solo transitaban, sino que ahora se quedaban a esperar que lo prometido por el cartel se cumpliera. Si habían visto el inicio de la performance no irían a perderse el final; ¿y el transcurso? Algunas personas se sacaron fotos a mi lado. Una mujer me preguntó si quería que me hiciera unos masajes en los pies. No le respondí. No quise condicionarla en su libertad de hacer. - No sé si hacerle masajes o no –comentó con otra mujer que estaba a su lado- es que como es una obra y no está permitido tocar las obras de arte, no sé si sea correcto hacerlo. Cuando faltaban 30 minutos para cumplirse las ocho horas, Patricia dio inicio a la liberación. Milton y César estaban junto a ella, ayudándola. Tomaron una de las pinzas y mientras Patricia cortaba el yeso de una pierna, ellos hacían lo propio turnándose con la otra. Sentí las capas quebrándose. Sentí como poco a poco el frío aire de ese cálido día entraba en contacto con mi húmeda piel. Poder flexionar las rodillas luego de tanto tiempo de inmovilidad fue un doloroso placer. Separar el coxis de la camilla dio un alivio a mis doloridos riñones. Luego siguieron los brazos. Los hombros. Restaba el torso, pero no podíamos apurarnos. Aun faltaban algunos pocos minutos para cumplir con la totalidad de la jornada laboral. De igual manera que no estaba dispuesto a quedarme haciendo horas extras, tampoco era cuestión de retirarme antes del trabajo, ¿cierto? ;) Cuando cortaron las últimas capas y sacaron la coraza que me cubría el torso, no cabía en mi felicidad. Volví a estirar mi cuerpo. Quedé unos minutos sintiéndolo. Me senté en la camilla con las piernas colgando. Respiré hondo y di un salto. El piso estaba frío. La gente me miraba en completo silencio. Se veían rostros de alegría. Tomé mi ropa y comencé a vestirme. No había terminado de ponerme el pantalón cuando las personas comenzaron a aplaudir. El reloj en la pared había marcado las ocho horas completas. - No sé ustedes porque aplauden –dije mirándolos seriamente- yo aún no terminé mi performance. Las personas dejaron de aplaudir instantáneamente. Abroché mi pantalón. Ajusté el cinto y dije: - Ahora sí. Ya terminé– y me reí. Algunas personas rieron conmigo. Abracé uno a uno a los presentes al tiempo que se escuchaban distintos comentarios. Volví hacia la camilla. Me senté en ella y los miré en silencio. - Muchas gracias por respetar la obra –les dije. Algunos dijeron que no había nada por que agradecer, que la obra les había gustado mucho. - Muchas gracias –volví a decir- pero que pena que nadie me haya respetado como persona. Se escucharon varias voces protestando. Decían que Sí, que me habían respetado; a lo cual respondí: - Como pueden decir que me han respetado si han permitido que permanezca ocho horas atrapado en un yeso. Cualquiera hubiera podido liberarme desde el momento mismo en que iniciamos la performance. En ningún lado está estipulado o escrito que no pueden intervenir la acción, cortar el yeso o siquiera hacerme masajes. Nadie que diga que me respeta pudo haber permitido esto. Habrán respetado la obra, a lo sumo habrán respetado al artista, pero a mí, como persona, me han faltado el respeto. En ese momento las personas comenzaron a hablar nerviosamente. Me explicaron los porqués de su accionar (o su in-accionar). Todos sabían que yo venía de lejos para hacer esta obra y que era una performance. Ibis Hernández, una de las curadoras de la Bienal de La Habana dijo: - Pero, Santiago, nos estás poniendo entre la espada y la pared. - ¿Ustedes creían que esa era la obra de arte? –pregunté mientras señalaba la camilla con parte de la coraza de yeso reposando en ella– Se equivocan. La obra está iniciando recién ahora que nos comenzamos a cuestionar lo que, como artistas y como público, hemos estado permitiendo que sucediera. Lo anterior fue solo un pretexto para poder llegar a este debate.
Y acto seguido me retiré del museo. |